Dagoberto Rodríguez explora los límites de la identidad y el territorio a través de un recurso inesperado: el juego. Su obra se sumerge en la inestabilidad del exilio y la tensión entre arraigo y desplazamiento. En la muestra Geometría de la piel errante, tres series dialogan en torno a la inseguridad del emigrante y su necesidad de resguardar su identidad: los campos de refugiados, las acuarelas y los objetos trenzados con hilo de suiza, que conforman letras y formas, además de las imágenes de tumbadoras deformadas en la serie Rumba desechable. Cada una de estas piezas compone una cartografía emocional de la errancia, donde la geometría intenta ordenar el desarraigo, pero también refleja los límites impuestos por la historia y la geografía.
 
Los campos de refugiados plantean la cuadrícula como una metáfora de la frontera: una estructura ordenada que, sin embargo, encierra la precariedad y la incertidumbre. En esta serie, Rodríguez construye sus composiciones a partir del ordenamiento de fichas de Lego, una táctica lúdica que contrasta con la gravedad del tema. Lo que parece un acto de inocencia –ordenar piezas de colores en una estructura meticulosa– es en realidad una geodesia de la precariedad, una representación del destino incierto de quienes han sido arrancados de sus raíces. El campamento es un espacio de espera, de tránsito suspendido, donde la geografía se vuelve provisional y la identidad se reconfigura entre la memoria del origen y la incertidumbre del destino. En este contexto, las formas geométricas no aplican solo como una cuestión de líneas, sino como una tracción entre lo físico y lo simbólico: el intento de dar orden a lo que se desmorona.
 
El uso de las acuarelas como técnica, por su naturaleza etérea, refuerza esa idea de lo efímero, creando un diálogo entre la fluidez del pigmento y la rigidez de la cuadrícula. El pigmento, al mezclarse con el agua, evoca la fragilidad del recuerdo y la imposibilidad de fijar una imagen del yo en tránsito.
 
Por otro lado, los objetos trenzados con hilo de suiza, (cordel plástico), introducen el textil como lenguaje y memoria. El trenzado es una estrategia de resistencia y reconstrucción, una forma de hilvanar identidades dispersas. En este contexto, las letras y formas que emergen de los hilos sintetizan frases, convirtiendo el tejido en un código narrativo. Así, el artista juega con la ambigüedad entre lo visual y lo textual, transformando el acto de trenzar en una escritura silenciosa que preserva la memoria del desplazamiento. La urdimbre de los hilos se convierte en un sistema de signos, un alfabeto, un lenguaje que, lejos de perderse, se reinventa en cada entrelazado.
 
El dominio magistral de esta técnica por parte del artista le permite definir sombras en los tejidos y otorgar una profundidad insólita a las imágenes. La sutileza con la que maneja los matices y transparencias hace que las formas adquieran volumen, como si emergieran desde la superficie misma del papel.
 
Las obras de Rumba desechable, acuarelas sobre papel, representan tumbadoras aplastadas y arrugadas, que conservan sus tensores metálicos y sus parches superiores, pero con el cuerpo visiblemente colapsado. Estas tumbadoras deformadas contienen varias capas de significados:
 
El sonido silenciado: La tumbadora, un instrumento emblemático de la música afrocubana, es aquí presentada en un estado de deformación que impide su función. Esto puede interpretarse como una metáfora del exilio y la diáspora, donde las voces culturales y las tradiciones son distorsionadas o apagadas por el desplazamiento.
 
La identidad fragmentada: La forma de este instrumento, casi antropomórfica en su colapso, evoca la piel arrugada, el cuerpo sometido a presión. En el exilio, la identidad se transforma bajo la presión de la nostalgia, la adaptación y la pérdida.
 
El título Geometría de la piel errante ya sugiere una piel-territorio en constante movimiento. Esto abre la posibilidad de leer la exposición desde la idea de la corporeidad fragmentada, donde los elementos de la muestra no solo representan geografías externas, sino también paisajes internos del desplazamiento.
 
El cuerpo que migra, el cuerpo que recuerda, el cuerpo que resiste. En la obra de Dagoberto Rodríguez, la piel se convierte en territorio y el territorio en un dibujo de líneas quebradas, superpuestas, desvanecidas en el agua. Sus acuarelas trazan mapas líquidos donde los márgenes son inciertos, como si la geografía se negara a ser fija, como si la pertenencia flotara entre capas de pigmento y ausencia.
 
Pero si el papel es un espacio inestable, las estructuras trenzadas son la urgencia de anclar lo intangible. Hilos tensados, frágiles composiciones que sostienen el vacío, arquitecturas de tránsito perpetuo. Como membranas que protegen sin encerrar, sus formas evocan la precariedad del refugio y la resistencia de quienes los habitan.
Y en el latido de los tambores, la piel resuena. El sonido es un eco de la tierra perdida, un pulso que persiste en la errancia. Cada golpe es una afirmación de existencia, un recordatorio de que la identidad, no es estática: se pliega, se expande, se inscribe en nuevos espacios.
 
Geometría de la piel errante es una exploración de lo que permanece cuando todo se mueve. Es la tensión entre lo que se diluye y lo que se ata, entre lo que se borra y lo que resuena, entre la línea que delimita y el cuerpo que la desborda.
 
A través de estos trabajos, Dagoberto Rodríguez nos confronta con la paradoja del emigrante: la búsqueda incesante de un orden dentro del desarraigo, la necesidad de construir una identidad sobre la base de su propia inestabilidad. La geometría, en este contexto, es tanto refugio como frontera, estructura y abismo.
 
Y el juego, ese recurso fundamental del arte contemporáneo, se incorpora a su poética visual sin los límites de una estrategia formal. Se presenta como un símbolo de resistencia: una invitación a la interacción, un desafío a la seriedad del arte y una manera de construir experiencias participativas. Así, Rodríguez nos incita a una mirada distinta: lo que podría parecer una lectura trágica de la migración se reviste de una estética que nos recuerda que, incluso en el exilio, el acto de jugar sigue siendo un mecanismo de supervivencia, un gesto de afirmación ante el desequilibrio del mundo.

 

María Milian
Panamá, 2025